A través de metáforas, en algunos casos más explícitos que en otros, las piezas de Luisi Llosa presentadas sugieren el deterioro y parálisis de un tiempo anterior. Tal vez de una relación. O quizá de todas.
Observando con detenimiento, parece apropiado dividir sus obras en tres grupos.
Por un lado, el buzón de acrílico –con su transparencia- que alguna vez estuvo predispuesto a la correspondencia, ahora está sellado con cemento. El paraguas, como detenido en medio de un remolino, lejos de propiciar cobijo se manifiesta inútil y fuera de temporalidad.
Por el otro lado, lo que parece ser un muro a medio hacer, es más bien una estructura detenida en su proceso de deconstrucción. Como si se tratara de una biblioteca de recuerdos donde algunos casilleros han logrado ser arrancados o tapados, pero otros solamente rasguñados, esta pieza es, a mi modo de ver, el eje central de la búsqueda perseguida por Llosa.
Por último, las esculturas. De carácter geométrico, estas aluden a un primer momento de abstracción, incluso neurótico, en el que la artista pone en evidencia la auto-observación. Sin embargo, si bien desde esta perspectiva deberían posicionarse como el primer grupo, cubiertas en microcemento la quietud que padecen suscita también el fin del ciclo.
Así, los objetos exhibidos componen una enorme fotografía –en cuanto a instante expropiado de temporalidad- de un gesto circular: el de huirle a lo que alguna vez constituyó lo cotidiano. Aquello que en el presente compone una red de cicatrices. Curadas, pero imborrables.
Matías Helbig