DUALIDADES ENCUBIERTAS

En un momento donde el arte está situado en un callejón angosto y sin salida, el intimismo está a flor de piel. “Cuanto mayores son los medios de expresión, menos cosas se tienen por decir, cuanto más se solicita la subjetividad, más anónimo y vacío es el efecto. Paradoja reforzada aún más por el hecho de que nadie en el fondo está interesado por esa profusión de expresión, con una excepción importante: el emisor o el propio creador”, escribe Gilles Lipovetsky en el prefacio de La era del vacío. Pero a pesar de sus detractores, estamos quienes celebramos ciertas manifestaciones del intimismo y las posibilidades que estas ofrecen al espectador para identificarse con el emisor –en este caso una artista-. Porque como individuos de una misma especie, si bien las experiencias que transitamos pueden ser diversas, las formas en las que las interiorizamos y padecemos o disfrutamos son similares.

Es desde esta perspectiva que Dualidades Encubiertas puede ser entendida. Las dos piezas que Luisi Llosa presenta son los elementos de un ritual. Como columnas precoces de una estructura mayor, ambos bloques solo pueden ser percibidos desde su carácter contemporáneo, es decir, desde la posmodernidad. ¿Pero en qué consiste ser contemporáneo? Según Agamben, en la capacidad de ubicarse en el tiempo en que uno habita y ser capaz de escrutarlo hasta encontrar en las sombras producidas por el brillo de hoy una chispa sutil y precisa.

Los bloques de Llosa están construidos por ladrillos de mármol y de resina. Estos últimos despiden luz: traen de lo macizo, un respiro, y de lo oscuro, las posibilidades de una fuga o incluso de un retorno, pero con un horizonte visible. No se limitan a sobrevivir en las sombras y la indignación. Residen en esta esperanza los pesados símbolos de Llosa.

Matías Helbig