Una serie progresiva de alfileres se introducen de forma arbitraria sobre los bloques de concreto. De un bloque al siguiente, la intervención es mayor: primero uno, luego diez y después el doble, hasta llegar a un sinfín de alfileres que crean una nueva capa sobre el último bloque. El daño, el dolor, las heridas y las cicatrices proliferan y permanecen. Se acumulan.
De esta forma, las piezas de concreto –el cuerpo- adquieren una segunda piel producto del roce con el ambiente y las vivencias que allí se manifiestan. La piel no es meramente una funda, se adhiere a los cuerpos mediante tejidos: la maya de alfileres, en cambio, se adhiere por el golpe y el quiebre. Su unión está fundada en el dolor, en una herida sutil, pero constante e irreversible.
Llosa ilustra, así, el paso del tiempo: con un primer bloque apenas penetrado y otro totalmente transformado al final, la serie se expresa como los registros de un palimpsesto. Como las fotografías de un ser que nace, puro como la piel de los niños, y que lentamente se vuelve otro: “Durante la infancia se vive, y en adelante se sobrevive” (Esculpir en el tiempo, Andrei Tarkovsky).
Matías Helbig